miércoles, 30 de diciembre de 2009

Capítulo 1

La tarde que llegamos al Café Gijón lo hicimos casi llegando tarde. Yo salí de la boca del tren de la estación de Recoletos, crucé una calle, y a lo lejos vi al Doctor que ya estaba en la acera de enfrente, fumando como si se fueran a terminar todas las plantaciones, y bebiendo como si el alcohol fuera el biberón de un bebé.

No me reconoció enseguida porque iba ciego, así que yo, como un lazarillo, volví a cruzar la carretera para llegarme dónde él miraba a la pequeña comitiva de escritores, poetas, pintores, y otros sucedáneos, que allí se reunía.

- Doc, ¿qué hace aquí? Le están esperando.
- Qué pasa Pedrito, ¿te has fijado en esas fulanas? Parecen putitas sumisas vestidas como mi abuela, ya sabes: corte clásico, falda a media rodilla, escote discreto y antierótico, labios perfilados, y les falta un anuncio en la frente que diga: Soy zorra y mi vagina cobra.
- Será mejor que calle ese veneno, Doc. Venimos a pasar una tarde tranquila, y usted siempre insiste en ser el crítico voraz que todo lo come, incluso gente sencilla a la que no conoce y que podría sorprenderle.
- Lo único que me sorprendería sería encontrar vida inteligente en ese café.

No le abofeteé porque siempre he sido un caballero, un hombre magnánimo, y porque admiraba profundamente a ese maldito bastardo.

Doc se había criado entre periódicos y libros viejos. Su madre, cuando aún contaba diez años, le dijo que era un niño muy extraño, porque en lugar de jugar como lo hacían todos los infantes de su edad, se sentaba en el sofá con la televisión encendida y leía libros de ciencia ficción sobre los que escribía tiernas e inocentes críticas.

Asiduo lector de las columnas de opinión y de los comentarios a pie de página de las actrices porno de las revistas que consumía para su satisfacción, se educó en un entorno gris, en una ciudad de provincias, donde sus compañeros de clase sólo pensaban en fútbol, en beber los fines de semana, y en salir con chicas, cuando él, pronto aficionado a la literatura de la generación beat, perdió la virginidad con una puta que era veinte años mayor que él, y aprendió de aquella mujer lo que sus coetáneos tardaron una década, y un divorcio, en llegar a experimentar.

Semanas atrás, nos habían invitado a la presentación de un poemario en el afamado Café Gijón, emblema de escritores y artistas, de una novela de Umbral, y de una bohemia que ya había muerto a golpe de fusilamientos con los precios que se venían cobrando en dicho local.

Así fue como cruzamos la calle y nos dirigimos hacia dónde aquella pequeña comitiva esperaba al último de los invitados para que diera comienzo la velada.

Todos le reconocieron enseguida, y él, impasible, pero no como un americano, cruzó la puerta, sintió el temblor de los autores, y respiró el olor de la última colilla que Valle Inclán había apagado en uno de esos ceniceros de metal encima de la barra.

- Voy a vomitar –dijo, perdiéndose entre los sollozos de la taza de un retrete que estaba haciendo, de nuevo, historia.

Nadie supo si Doc estaba vomitando por el exceso de alcohol, cosa poco probable porque él le ganó varias apuestas a Chinaski, un maloliente escritor de la escena nocturna madrileña, o si sentía ya la repulsión por uno de esos poemarios pútridos y putrefactos, de aroma a ese ya corrupto cigarrillo, y cuerpo, de Valle Inclán, que aquella tarde se iba a presentar, y para desgracia de quien tiene un mínimo de sensibilidad: leer.

Bajamos al reservado, y cuando me senté y me dieron el menú, miré a mi alrededor, y pensé que lo que Franco o la benemérita no pudieron conseguir, lo hizo la decadencia.